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Words: 11399 in 4 pages

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que uno de los oficiales de Artiller?a hac?a uso de su sable con fuerte pu?o, sin desatender el ca??n, cuya cure?a serv?a de escudo a los paisanos m?s resueltos, el otro, acaudillando un peque?o grupo, se arrojaba sobre la avanzada francesa, destroz?ndola antes de que tuviera tiempo de reponerse. Eran aquellos los dos oficiales oscuros y sin historia, que en un d?a, en una hora, haci?ndose, por inspiraci?n de sus almas generosas, instrumento de la conciencia nacional, se anticiparon a la declaraci?n de guerra por las Juntas y descargaron los primeros golpes de la lucha que empez? a abatir el m?s grande poder que se ha se?oreado del mundo. As? sus ignorados nombres alcanzaron la inmortalidad.

El estruendo de aquella colisi?n, los gritos de unos y otros, la heroica embriaguez de los nuestros, y tambi?n de los franceses, pues estos evocaban entre s? sus grandes glorias para salir bien de aquel empe?o, formaban un conjunto terrible, ante el cual no exist?a el miedo, ni tampoco era posible resignarse a ser inm?vil espectador. Causaba rabia, y al mismo tiempo cierto j?bilo inexplicable, lo desigual de las fuerzas, y el espect?culo de la superioridad adquirida por los d?biles a fuerza de constancia. A pesar de que nuestras bajas eran inmensas, todo parec?a anunciar una segunda victoria. As? lo comprend?an, sin duda, los franceses, retirados hacia el fondo de la calle de San Pedro la Nueva; y viendo que para meter en un pu?o a los veinte artilleros, ayudados de paisanos y mujeres, era necesaria m?s tropa con refuerzos de todas armas, trajeron m?s gente, trajeron un ej?rcito completo, y la divisi?n de San Bernardino, mandada por Lefranc, apareci? hacia las Salesas Nuevas con varias piezas de artiller?a. Los imperiales daban al Parque, cercado de mezquinas tapias, las proporciones de una fortaleza, y a la abigarrada pandilla las proporciones de un pueblo.

Hubo un momento de silencio, durante el cual no o? m?s voces que las de algunas mujeres, entre las cuales reconoc? la de la Primorosa, enronquecida por la fatiga y el perpetuo gritar. Cuando en aquel breve respiro me apart? de la ventana, vi a Juan de Dios completamente desvanecido. In?s estaba a su lado present?ndole un vaso de agua.

--Este buen hombre --dijo la hu?rfana-- ha perdido el tino. ?Tan grande es su pavor! Verdad que la cosa no es para menos. Yo estoy muerta. ?Se ha acabado, Gabriel? Ya no se oyen tiros. ?Ha concluido todo? ?Qui?n ha vencido?

Un ca?onazo reson? estremeciendo la casa. A In?s cay?sele el vaso de las manos, y en el mismo instante entr? D. Celestino, que observaba la lucha desde otra habitaci?n de la casa.

--Es la artiller?a francesa --gritaba--. Ahora es ella. Traen m?s de doce ca?ones. ?Jes?s, Mar?a y Jos? nos amparen! Van a hacer polvo a nuestros valientes paisanos. ?Se?or de justicia! ?Virgen Mar?a, santa patrona de Espa?a!

Juan de Dios abri? sus ojos buscando a In?s con una mirada calmosa y apagada como la de un enfermo. Ella, en tanto, puesta de rodillas ante la imagen, derramaba abundantes l?grimas.

--Los franceses son innumerables --continu? el cura--. Vienen cientos de miles. En cambio los nuestros son menos cada vez. Muchos han muerto ya. ?Podr?n resistir los que quedan? ?Oh! Gabriel, y usted, caballero, quien quiera que sea, aunque presumo ser? espa?ol: ?est?n ustedes en paz con su conciencia, mientras nuestros hermanos pelean abajo por la patria y por el Rey? Hijos m?os, ?nimo: los franceses van a atacar por tercera vez. ?No veis c?mo se aperciben los nuestros para recibirlos con tanto br?o como antes? ?No o?s los gritos de los que han sobrevivido al ?ltimo combate? ?No o?s las voces de esa noble juventud? Gabriel; usted, caballero, quien quiera que sea, ?hab?is visto a las mujeres? ?Dar?n lecci?n de valor esas heroicas hembras a los varones que huyen de la honrosa lucha?

Al decir esto, el buen sacerdote, con una alteraci?n que hasta entonces jam?s hab?a yo advertido en ?l, se asomaba al balc?n, retroced?a con espanto, volv?a los ojos a la imagen de la Virgen, luego a nosotros, y tan pronto hablaba consigo mismo como con los dem?s.

Estas palabras, dichas con un entusiasmo que el anciano no hab?a manifestado ante m? sino muy pocas veces, y siempre desde el p?lpito, me enardecieron de tal modo que me avergonc? de reconocerme cobarde espectador de aquella heroica lucha, sin disparar un tiro ni lanzar una piedra en defensa de los m?os. A no contenerme la presencia de In?s, ni un instante habr?a yo permanecido en aquella situaci?n. Despu?s, cuando vi al buen anciano precipitarse fuera de la casa, dichas sus ?ltimas palabras, miedo y amor se oscurecieron en m? ante una grande, una repentina iluminaci?n de entusiasmo, de esas que rar?simas veces, pero con fuerza poderosa, nos arrastran a las grandes acciones.

In?s hizo un movimiento como para detenerme; pero sin duda su admirable buen sentido comprendi? cu?nto habr?a desmerecido a mis propios ojos cediendo a los reclamos de la debilidad, y se contuvo, ahogando todo sentimiento. Juan de Dios, que al volver de su desmayo era completamente extra?o a la situaci?n en que nos encontr?bamos, y no parec?a tener ojos ni o?dos m?s que para espect?culos y voces de su propia alma, se adelant? hacia In?s con adem?n embarazoso, y le dijo:

--Pero Gabriel habr? enterado a usted de todo. ?La he ofendido a usted en algo? Bien habr? comprendido usted...


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