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Words: 75368 in 40 pages
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a vista en torno, y no viendo ninguna, dijo cambiando de tono:)--A ver, Miguel, ve al oratorio y trae el crucifijo grande de madera.>> Miguel se present? en seguida con ?l en las manos.-- Todos se arrodillaron frente al hijo del brigadier, que estaba de pie sosteniendo la imagen. El cura pronunci? esta palabra en voz tan alta y tan lastimera, que Miguel, sin poder contenerse, solt? el trapo de la risa, cay?ndole los mocos sobre las manos. Don Juan se indign? tanto, que levant?ndose de un salto y agarrando la vara de se?alar en los mapas, arremeti? con ?l hecho un basilisco. Fue de ver entonces a Miguel correr por la sala y brincar sobre las mesas con el Cristo en alto, perseguido de cerca por el cura, que cuando le ten?a al alcance de la vara, se la arrimaba a las carnes no suavemente. Los alumnos que a?n viven recordar?n seguramente aquel incidente chistoso, que termin? mandando a Miguel al encierro y poni?ndose otro chico en su lugar.
Al d?a siguiente por la ma?ana, iban a confesarse uno por uno al oratorio, y desde all? a comulgar a la iglesia de San Mart?n. El cura era muy aficionado a imponer penitencias extra?as y severas. A uno le mand? una vez que cuando sintiese tentaciones de pecar, arrimase el dedo ?ndice a una luz hasta quem?rselo, rezando despu?s un padrenuestro: a Miguel le mand? en cierta ocasi?n que metiese ortigas en la cama y se acostase en cueros con ellas una noche; pero el muchacho no tuvo ?nimos para cumplir esta penitencia, y a la postre el cura se vio precisado a conmut?rsela por otra. Mandole tambi?n en otra ocasi?n que cuando soltase alguna palabra obscena, besase inmediatamente la tierra: esta s? la cumpli?, con no poca risa y algazara de los compa?eros, pues cuando se hallaba m?s embebecido en el juego y se le escapaba cualquier palabra de aqu?llas, se bajaba r?pidamente a dar un beso en el suelo; mas ?l no se ruborizaba y lleg? a tomarlo a risa como ellos.
Los domingos, y tambi?n algunas tardes serenas y templadas entre semana, iba todo el colegio de paseo, alumnos y profesores: marchaban de dos en dos uniformados por las calles de Madrid, y sal?an a menudo por el Sal?n del Prado hacia Atocha o por la puerta de Toledo hacia San Isidro. Los transe?ntes se deten?an un instante para ver pasar aquella comitiva donde abundaban los rostros delicados de cutis nacarado, un tanto p?lidos por la clausura y los h?bitos viciosos del colegio: cruzaban poblando el aire de un murmullo suave, como un enjambre de abejas, m?s atentos a la conversaci?n que llevaban entablada que a la perspectiva de las calles y a las bellezas del campo. Delante iban los m?s peque?os, y detr?s los mayores; el capell?n, el inspector y los dem?s profesores cerraban la marcha. Cuando llegaban a un paraje solitario y apartado, se hac?a alto y se romp?an filas. Durante una hora entreg?banse todos a los juegos peculiares de la infancia, el salto, la pelota, la peonza, etc. A veces, los profesores alternaban con ellos en estos juegos y llegaban a interesarse y a herirse en el amor propio; el capell?n, principalmente, ya sabemos que se jactaba de sobresalir en toda clase de ejercicios corporales, y cre?a poseer las fuerzas de Sans?n; as? que le pinchaban un poco, se despojaba de los manteos y la sotana y se pon?a a dar brincos como un zagal, cog?a a los bueyes de las carretas por los cuernos, sacud?a los ?rboles, ense?aba los brazos, levantaba los chicos a pulso y ejecutaba otras prodigiosas haza?as que recordaban las celebradas de Orlando furioso.
Si el director los acompa?aba, que no era siempre, hab?a sesi?n de pintura; un chico le llevaba la caja, y en cuanto se hallaban frente a un objeto digno de ser pintado , sent?base en una tijerita formada con el mismo bast?n y comenzaba el deg?ello del arte de Vinci y Rafael. D. Leandro, por su parte, sacando del bolsillo la flauta hecha pedazos, y uni?ndolos despu?s con esmero, y templ?ndola con pausa, principiaba a atormentar a Rossini y Mercadante, aunque m?s t?midamente y confesando su indignidad. Los chicos se reun?an en torno de uno o de otro, seg?n sus aficiones; pero los m?s prefer?an los ejercicios gimn?sticos del capell?n. Marroqu?n, el velloso, no tomaba parte casi nunca en el juego; prefer?a apartarse un buen trecho de todos y sentarse sobre alguna piedra y entregarse a la meditaci?n; ?ltimamente hab?a descubierto que el estudio serv?a de muy poco para ilustrarse; lo principal era pensar, meditar mucho.
Ya hemos dicho que el cura mostr? predilecci?n por Miguel, apesar de su conducta nada ejemplar. Sin duda la misma travesura del chico le ca?a en gracia; adem?s, ten?a en mucho sus partes intelectuales y cre?a de buena fe Cuando hubo un poco de aprieto en el colegio por el excesivo n?mero de muchachos, no tuvo inconveniente en llevarle a su habitaci?n y en que se le armase una cama a su lado. El hijo del brigadier, al principio no encontr? de su gusto este cambio; prefer?a la celda formada con biombos en el sal?n, donde a hurtadillas del inspector, recorr?a las camas tirando de los pies a los compa?eros o Despu?s se hall? mucho mejor, cuando el capell?n comenz? a tratarle con cierta familiaridad de amigo m?s que de profesor. Las extravagancias y el car?cter de aqu?l llegaron a hacerle tanta gracia, que no hab?a para ?l mayor placer que tirarle de la lengua y escuchar. D. Juan necesitaba un oyente a quien exponer los muchos pensamientos que le fatigaban la cabeza, sus teor?as, su braveza, sus fuerzas, su higiene y su horror a Miguel, que era ya un mancebo de quince a?os, le serv?a admirablemente para el caso; a veces el capell?n, pensando que hablaba con un hombre ya formado, se deslizaba un poco en ciertas materias escabrosas. Observ? Miguel que apesar de su odio al sexo femenino, D. Juan gustaba mucho de esta conversaci?n y ven?a a ella con frecuencia. Por las noches, despu?s que se acostaban y apagaban la luz, era cuando se depart?a largamente acerca de este y otros asuntos. Dec?ale el cura muchas veces, que hab?a aceptado aquella plaza en el colegio por no ir de p?rroco a un pueblo, y eso que le hab?an ofrecido curatos muy lucrativos.-- Observaba Miguel que cuando el capell?n describ?a tales escenas, nunca dejaba de traer como elemento de ellas a Petra, si bien en calidad de t?rmino de comparaci?n; esto le hizo presumir que todo aquel desprecio que hacia ella afectaba era pura m?sica, y que la gentil planchadora obraba sobre su coraz?n la misma m?gica influencia que sobre otros muchos del colegio. Y entonces penetr? tambi?n la raz?n del odio profundo que Marroqu?n le inspiraba de alg?n tiempo a aquella parte, y hasta de la antipat?a hacia Mendoza, de quien todos los alumnos cre?an que estaba Petra enamorada. Riose no poco en su interior al descubrir aquella flaqueza, y con intenci?n poco caritativa, comenz? a soliviantarle siempre que pod?a, sac?ndole conversaci?n acerca de las relaciones de Marroqu?n y la planchadora, notici?ndole todo lo que corr?a por el colegio acerca de ellas, y agregando ?l mismo cuanto pod?a para abrasarle de celos. El cura llegaba a ponerse fren?tico y se le o?a dar vueltas despu?s en la cama sin lograr conciliar el sue?o.
A pesar de esta higiene y r?gimen espartano, el cura tuvo la desgracia de enfermar. Comenz? a ponerse triste y amarillo, que daba pena verlo: comer, com?a bien, pero no le aprovechaba. El m?dico del colegio, que vino a visitarlo, le dijo que ten?a una afecci?n hep?tica, una ictericia, y que era de todo punto necesario que se distrajese, pasease largo, y mejor que a pie, a caballo. Pero don Juan no era jinete, por m?s que sobresaliese en otros ejercicios gimn?sticos, y no quer?a verse expuesto a ser derribado. Sin embargo, como el m?dico insist?a en los paseos a caballo, se determin? a alquilar un jamelgo para dar una vuelta por las afueras, de madrugada. Miguel alquil? otro para acompa?arle, y as? que Dios amanec?a, sal?anse ambos por la puerta de Toledo o San Vicente, y se espaciaban por aquellos campos media legua o una, seg?n el tiempo y la ocasi?n. El cura llevaba en el bolsillo una onza de chocolate, y hab?a aconsejado a Miguel que llevase otra: en el primer merendero o taberna que tropezaban, las tomaban disueltas en agua, y prosegu?an su marcha. A Miguel le gustaba mucho trotar, pero el cura se opon?a, porque seg?n ?l en realidad era que tem?a caerse. Ordinariamente iban emparejados, departiendo amigablemente: el capell?n mostraba a su disc?pulo cada d?a m?s estimaci?n: en una cosa no estaba conforme con ?l, y se la recriminaba a menudo: era la amistad que Miguel profesaba a Brutandor.-->--Se enteraba minuciosamente de sus estudios, de sus recreos, de sus faltas, de sus premios, de cuanto le ocurr?a, en suma, y no se cansaba de recomendarle la formalidad y la aplicaci?n; casi nunca se marchaba sin dejarle alg?n regalo o dinero, que no pocas veces pasaba ?ntegro a las manos de la gentil planchadora, due?o absoluto de sus acciones y pensamientos.
Miguel empez? a notar que el abrazo que su padre le daba al verle era cada vez m?s prolongado, y la sonrisa con que le saludaba cada d?a m?s dulce y m?s triste. El coraz?n le dijo que era muy desgraciado, y a medida que lo era aumentaba el cari?o que le profesaba. El brigadier Rivera, que ostentaba en su pecho los d?as de besamanos la cruz laureada de San Fernando, gem?a en una esclavitud insoportable. La red en que la soberbia andaluza le ten?a aprisionado, era ya tan tupida, que el triste no pod?a sacar un dedo fuera sin riesgo de provocar alg?n conflicto. ?Qui?n sabe los esfuerzos y la habilidad que desplegaba, los peligros que corr?a para lograr el ver tan a menudo a su hijo! Apagado el fuego de la pasi?n amorosa que le hab?a arrastrado a un segundo matrimonio, padeciendo los vej?menes que ?ste trajo consigo, despertose en su memoria la pura felicidad que hab?a gozado con el primero y el recuerdo de las virtudes de su infeliz esposa; el amor del hijo que le hab?a dejado, creci? en su pecho con estas dulces memorias, y la com?n desgracia que sobre ellos pesaba, contribuy? tambi?n a acalorar su cari?o. Al fin era su primog?nito, el fruto deseado de sus primeros amores, el depositario de su apellido y el ?nico que pod?a trasmitirlo, por cuanto de su esposa ?ngela no ten?a var?n: todo se fue agregando en favor del colegial. Adem?s, su hija Julia se criaba con tanto mimo y melindres, produc?a tales disturbios en la casa y originaba tantos disgustos, que en medio del amor de padre, que no muere nunca, el brigadier Rivera no pod?a menos de sentir hacia ella cierto leve rencor que la desgracia de Miguel contribu?a a sostener. Por eso su tremenda esposa, al verle algunas veces salir de casa sin dar un beso a la ni?a, le llamaba padre desnaturalizado.
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